El 16 de octubre de 1966 murió el Profesor Rafael Bielsa.[1] Creo oportuno preguntar si su ausencia habita como carencia afectiva en el plano de los sentimientos personales o si, como presumo, tiene alguna magnitud objetiva, observable y registrable para todos. En suma, propongo indagar la dimensión de su ausencia. Esta indagación es también un homenaje y como tal debe seguir las pautas que el propio Bielsa señalaba en 1965: el valor de los homenajes es de apreciación subjetiva y nunca es cosa de número o de fórmula, sino de los méritos de quienes lo rinden. [2]
Pienso que en este lugar y en esta fecha [3] se cumplen los recaudos formales que el propio homenajeado exigía. Han quedado atrás el rie sgo de las verborragias de cementerio, que él fustigó, y el academicismo de las poltronas oficiales que no tuvo el hábito de frecuentar.[4] En trance de recordar sus preocupaciones y ocupaciones, nos orienta un sabio consejo que solía darnos: el valor de los homenajes no debe consistir en simples manifestaciones de psicología colectiva, ni de mera emoción, por mucho que ella valga, ni en tiros por elevación a los que se quiere combatir; el homenaje a un gran hombre debe tener sentido educador.
Para rendir homenaje a este educador que nos exige hacerlo mediante la acción educativa, evocaremos sus ideas fundamentales, especialmente aquellas que trascienden el estrecho marco de una especialidad determinada y que evidencian su testamento cívico y docente. Tal vez, al reunir los distintos recuerdos que llevamos, cada uno en nuestra intimidad, estaremos en mejores condiciones para lograr la evocación que nos convoca.
Se ha sostenido que la verdadera soledad aparece cuando se tiene derecho a la presencia,[5] Presumo, que a lo largo de esta exposición, especialmente cuando lea algunos de sus textos, sentiremos no sólo el vacío que ha dejado su fallecimiento en quienes fuimos sus discípulos, sino también una carencia institucional.