Los seres humanos no sólo tenemos una aptitud racional que nos habilita para formular argumentos, sino también la posibilidad de no ejercer tan preciado don, en cuyo caso, ya sea por pereza, carencia o deformación educativo, o etiología patológica, podemos hacer frecuentes o esporádicas concesiones a la irracionalidad. A pesar de ser calificados como animales racionales, no es raro observar que opinando, actuando o polemizando solemos tender más a nuestra animalidad que al ejercicio de nuestra razón. Ésta tiende a la ecuanimidad, pero pocos pueden convivir con una conciencia permanentemente ecuánime. Por lo tanto, la aptitud general para formular apreciaciones, si bien necesaria, no es una condición suficiente para ser un buen Juez. El tema no sólo ha preocupado a lógicos y psicólogos sociales, sino a los expertos en Política y Derecho, toda vez que resulta socialmente peligroso que tal capacidad judicativa pueda tan fácilmente abandonarse a la franca o encubierta irracionalidad. Antipatías, prejuicios y sospechas pueden ser fácilmente el sustento de una opinión. Sería nefasto que fueran los ingredientes de la decisión del Juez natural en un debido proceso. Si ocurriera tan desgraciada alteración, veríamos como la indignidad se calza la toga y la vileza se consagra como cosa juzgada.