He sido honrado por un grupo de ex alumnos de la Universidad Nacional de La Plata para hablar en este acto en recuerdo y homenaje al Profesor doctor Antonio Bautista Bettini. Ambas acciones, recordar y honrar importan, para mí, un inexcusable deber, aunque para cumplirlo deba referirme a hechos y consecuencias dolorosas, lamentablemente pródigas en la dimensión de esta tragedia platense, en la que debemos recordar y honrar a una familia diezmada por la irracionalidad de quienes decidieron dividirla, aunque por obra del recuerdo, desaparecidos y presentes vuelvan a integrarse. Venimos pues a pronunciar el elogio dela memoria, sin la cual el olvido puede consumar innobles claudicaciones éticas.
La memoria colectiva nos evoca la muerte de un hombre que enseñaba Derecho civil en esta Facultad. Lo hacía en asignatura, cátedra y horarios distintos a los míos, pero a pesar de este involuntario desencuentro, los turnos de exámenes nos hicieron compartir algunos momentos en nuestra modesta Sala de profesores.
No se sospeche que razones de amistad o de espíritu de cuerpo motiven mi presencia, pues al igual que Uds. he sido convocado por el dolor, el cual no está motivado tan sólo por la pérdida, sino también por un conjunto de causas, algunas de las cuales no quiero silenciar.
Digo, en primer lugar que nos duele el despojo, despojo que ofende no sólo a familiares y amigos del profesor desaparecido, sino a la humanidad toda, porque ciertas muertes dejan la sensación de que los victimarios ofenden a una especie de damnificado universal, cuando se percibe que la víctima directa y concreta padeció lo que no debía padecer, cuando los que se sobreviven saben que han perdido lo que no debían perder. Esta percepción de la desaparición como injusta pérdida hizo decir a un notable pensador que, en verdad, sólo hay ausencia cuando existe derecho a la presencia. Siento, sentimos que teníamos derecho a la presencia de quien hoy evocamos.
Tal despojo debe ser nombrado con las palabras más adecuadas, y no encuentro otra forma de llamarlo que la de decir que fue un pavoroso crimen, una horrorosa pluralidad de acciones y omisiones, una ponzoñosa matriz de secuelas no asimilables para la dignidad de los hombres.
No se trata simplemente de lamentar la muerte de un hombre, pues si bien resulta comprensible que la inevitable finitud humana, por ofender nuestro sentimiento de trascendencia siempre nos causa dolor, lo cierto es que resultaría francamente insensato pretender encontrar justicia en el orden de lo biológico, por lo cual deberíamos abstenernos de diferenciar las muertes en justas o injustas, aunque tal cuestionamiento sea, por demás, frecuente, lo cierto es que no podemos formular juicios de valor sin un marco normativo que permita darles fundamento, lo que constituye el primer conocimiento necesario para desempeñar el oficio que se enseña en esta casa de estudios, y que, seguramente el Profesor Bettini, habrá expresado con el apotegma “no hay obligación sin causa”, tan caro a los civilistas argentinos. Esta subordinación al Derecho no sólo es elemental, sino general, esto es, destinada a todos los sujetos jurídicos.
Lamentablemente, nuestro homenajeado fue privado en los momentos decisivos de su vida, de la asistencia y protección atingentes a tal manera de pensar y a tan pacífico modo de convivir.
Obvio resultaría explicar que ninguna norma decide, ni tampoco podría hacerlo, quienes son los que deban vivir o no vivir, enfermar o sanar, y ésto no se debe a una inexplicable omisión de los legisladores terrenales, sino a una saludable comprensión de los límites de sus atribuciones. Hace más de dos mil años que Aristóteles nos explicó que resultan ser tan naturales la salud como la enfermedad, así como lo son el nacer o el morir, por lo cual la muerte no nos debe parecer, en sí misma, antinatural y por tanto, injustificable.
En igual sentido, otros pensadores han considerado que por ser la estructura ontológica del ser humano, un tiempo que deviene hacia su inevitable cesación, cualquier persona estará, desde su cuna, ya madura para su propia muerte.
Queda claro, pues, que no estamos reunidos para recordar lo inevitable, y precisamente por tratarse de lo contrario, esto es de lo que pudiendo ser evitado no lo fue, compartimos este común sentimiento de despojo, pues a Bettini no se lo llevaron los agentes patológicos, sino los no menos morbosos del quehacer humano. Por eso su dolorosa muerte viene a desafiar nuestros procesos judicativus, orillando en nuestros sentimientos una demanda hacia la moral, la religión y el Derecho, para que ubiquen a esa muerte evitable en el banquillo de los acusados.
Siempre lo antinatural ofende a nuestra naturaleza, y así nuestro dolor se marcha del brazo con nuestra indignación, en busca de la ausente Justicia, pues sabe que se ha cometido el peor de los delitos, el crimen ontológico, en el que algunos hombres han antedatado la personalísima finitud temporal de otro hombre. En suma, un asesinato es siempre una usurpación de las atribuciones exclusivas de la Providencia. Por lo dicho, no sólo nos convoca el despojo, sino también la indignación, la indignación en el mayor grado que puedan tolerar los hombres de bien.
Pero si además este tipo antinatural de muerte no se debe a la culpa de un imprudente o al dolo de un bandido, supuestos ya de por sí preocupantes, sino que resulta de un proyecto de convivencia planeado y ejecutado por seres humanos, el que al servicio de sus particulares objetivos, instrumenta el crimen como un medio para lograr sus metas, comprobaremos consternados que se ha instalado una suerte de alquimia social perversa, en virtud de la cual los humanos se deshumanizan hasta un grado de cosificación social, reduciéndolos al nivel de los meros útiles, pues a ellos se les asigna tan sólo un destino instrumental. Así nace, por descarte cívico, la clase de los hombres sin Derecho, y sin derechos.
Parodiando a de Quincey e invirtiendo su conocida expresión, podríamos decir que estamos frente al asesinato como un ejemplo de las malas artes, esto es, de las extremas artimañas de los devotos de la inicua máxima que pregona que el fin justifica los medios. Tiempos patéticos son éstos porque los hombres abandonan la moral de los principios para asumir la moral de los resultados, en los que la procedencia del obrar se mide por sus consecuencias, y una especie de ética de la eficiencia comprende que el crimen asegura resultados. Ese es el momento en que se instala el Terror entre los hombres, y él, ahora, también nos convoca.
Quienes nos hemos opuesto permanentemente al recurso político de la pena de muerte, obviamente nos horroriza la posibilidad de que se la utilice con fines disuasivos. Pero el horror se convierte en terror, cuando se pretende o se logra consumarla sin ninguno de los presupuestos implícitos de cualquier condena penal. Y eso es lo que venimos a recordar esencialmente hoy, que el profesor Antonio Bautista Bettini, que vivió dentro del derecho y para el derecho, murió sin ley, sin juez, sin proceso, sin pruebas y sin defensa.
Indignación, horror, terror, son algunos sustantivos que el idioma ofrece para mentar nuestros sentimientos, pero difícilmente el lenguaje podrá darnos símbolos fielmente semánticos para expresar lo que se siente cuando se sospecha o se sabe que tales crímenes pudieron decidirse y encubrirse en despachos oficiales.
Así llegamos a la raíz misma de esta convocatoria ,ya que nos llama y reúne nuestra oposición a cualquiera de las formas del crimen y del despojo y nos indigna hasta el horror que tanto el uno como el otro puedan ser canalizados a través de la función pública, y ejecutados en las sombras de una siniestra clandestinidad estatal.
No es casual, entonces, que el lugar de nuestro encuentro sea la facultad de Derecho, pues en esta casa el desaparecido Profesor Bettini enseñaba el derecho, esto es, la mejor manera de convivir en paz. Nos apena esta cruel paradoja. Nos preocupa que el Derecho se desvalorice al rango de un discurso declamatorio, de un mero intercambio académico entre los iniciados, para uso interno de las Facultades que lo estudian. Nos desilusiona esta precaria operatividad de los derechos humanos en las situaciones límites.
Por eso, también estamos reunidos en nombre de la inteligencia ultrajada por esta criminalidad que arrebató docentes de muy distintas ideologías y especialidades, y que en el caso de quien nos ocupa, lo hizo sin reparar siquiera en que la víctima vivía en el Derecho y para el Derecho, fiel a la religión que profesaba.
Finalmente también nos llama el pudor, esta vergüenza de haber sobrevidido sin haber logrado la efectiva sanción de_ los instigadores, ejecutores y encubridores de esta barbarie, pues la impunidad de quienes consumaron la desaparición de este grupo familiar es una atroz impudicia cívica, que humilla nuestro sentimiento de nacionalidad, que desmerece el sentido de nuestros distintos oficios jurídicos, que cuestiona nuestras formas de educación y de gobierno, pues no podemos olvidar que en esta tierra el asesinato tuvo connotaciones administrativas, que al desamparo de sus víctimas se sumó la indiferencia burocrática de quienes debían atender y auxiliar a sus familiares, que las instituciones se tornaron inocuas para las situaciones extremas y que la dimensión humana fue eclipsada por las mil falacias que encierran las nunca explicitadas, pero cínicamente invocadas razones de Estado.
Como se podrá apreciar el oficio de la memoria es singularmente doloroso. Pero, también puede ser pedagógico. No seamos impermeables a la experiencia, pues, y no olvidemos recordar.
Debo concluir este homenaje y percibo que sólo he podido dar palabras a los familiares y amigos del desaparecido docente, lo cual en nada puede aliviar tamaño dolor. Pero, presumo que he sido escuchado por los corazones de todos ustedes, y eso no es poco. Como dijo también otro pensador de nuestro siglo, alguien muere definitivamente, tan sólo cuando ya no queda ninguna persona que decida cargar su recuerdo sobre sus hombros.
Al igual que tantos otros ejemplos de la vegonzante historia de la humanidad, el Profesor Bettini fue honrado por haber padecido la injusticia, lo que en buen romance significa no sólo que sobrevivirá en la memoria de los hombres de Derecho, sino que habrá ingresado al reino de los justos.