Me propongo examinar los siguientes problemas:
1. ¿porqué razón al sufrimiento de una persona debe seguir el padecimiento de otra? y
2. ¿porqué esa suma de dos males no es un Mal mayor, sino un Bien?
Si tales interrogantes tuvieran una explicación racional, la Pena —antiguo invento de los hombres que agrega al padecimiento de la víctima la aflicción del condenado— tendría justificación.
Un elevado número de respuestas se ha intentado. Sin embargo, la cuestión dista de estar solucionada, y, por el contrario, parece estar oscurecida por la interferencia de presupuestos no explicitados. Además, el problema de la pena conmueve algo más que nuestro quehacer intelectual, pues, con frecuencia tiene raíces afectivas y, por lo tanto, susceptibles de enturbiar la claridad de nuestra reflexión, por los muy variados modos de nuestra vida emocional. Sabemos que el amor ciega a los hombres, y que, como enseñaba el maestro Carrara, también existe el amor al verdugo. Pero, debemos también admitir que pasiones ajenas al amor pueden producir los mismos resultados. Así, entre los enamorados del castigo y los que odian al Derecho, la Pena viene cumpliendo su tarea. Alentada por los primeros ha llegado a extraviarse fuera de las fronteras de lo razonable. Acosada por los segundos, ha dejado, no pocas veces, de estar presente donde el deber la esperaba. Excesos y omisiones fueron alterando su respetabilidad, a punto tal que hoy aparece vieja y difamada.
Mas allá de lo paradojal que resulta el hecho de que hasta la pena misma pueda ser objeto de penalidad, me pregunto si tal condena es justa. Es evidente que la pena ha tenido rostros distintos a través de la Historia, pero tal vez esa sea una de las tantas ilusiones que nos produce nuestro sensualismo social. ¿Rostras o afeites? Tal vez, por debajo de sus aparentes diferencias, la pena sea siempre una conectiva cultural que une los efectos del crimen con la persona del criminal. Ella vive entre dos dolores, y, observando sus costumbres, percibimos que el delito no evitado por la prevención policial del Estado, tampoco desaparece por la acción posterior de los jueces. ¿Acaso, también vive entre dos fracasos?
Suele decirse que no hay pena sin delito y que éste no puede presumirse, sino que corresponde probarse en un debido proceso. Pues bien; propongo hacer lo mismo con la Pena e indagarla, como si estuviera sentada en el banquillo de los acusados, ante el Tribunal de los hombres justos. Sólo así evitaremos los errores que, inevitablemente, nos traerán tanto el amor al verdugo, como el odio al Derecho. Al contestar nuestras preguntas, tal vez descubra sus ocultas intenciones. A la manera de la anciana dama de Durrenmatt, esta vieja idea también consume hombres. Suele disimular su identidad bajo las más variadas máscaras, pero no nos interesa tanto su rostro real como sus razones pues, por éstas, tal vez podremos descubrir su alma. No se trata de espiarla a través de las persianas de la Historia, como harían las comadres con una vecina de sospechosa reputación ya que sus intimidades solo tendrían valor anecdótico, y lo que importa, vuelvo a señalarlo, es su justificación. En suma, pretendemos juzgarla, y esta tarea, por lo menos para los hombres justos, no siempre se identifica con la condena.
1. Tránsito cultural del delito civil al hecho punible
El deber no es ontológico. Ni deviene por el Ser, ni por la Nada. Sólo nace, vive y muere por obra de los valores. Esta dependencia vital del deber al orden normativo que lo precede, sustenta o mata, también ocurre en el Derecho. Como dice con elegante certeza nuestro Código Civil – art. 499 – no hay obligación sin causa. Vale decir que nadie puede ser obligado a dar o hacer, sino por disposición de la ley o por uno de los hechos o actos lícitos o ilícitos. En suma; sólo una causa jurídica coloca a una persona en la situación de “obligado”.
Desde antiguo, se convino que entre tales causas se encontraba la comisión de un delito, expresión que, por entonces, no significaba una acción típicamente antijurídica y culpable. El delito era una ilicitud ejecutada a sabiendas, con intención de dañar a la persona o derechos de otro. De modo tal que quien cometía un delito, estaba sometido al deber de reparar sus daños y perjuicios (C. C. arts. 1072/1077).
Al observar esta configuración histórica del delito, comprobamos que, todavía, no era un hecho punible. Se limitaba, tan sólo, a ser una fuente de obligaciones, ya que otorgaba a la víctima —o sus herederos— la acción inherente al acreedor. El rol inverso se institucionalizaba en torno de la persona del delincuente, quien era considerado como un mero deudor, y, por lo tanto, sujeto a las reglas legales que regían las obligaciones civiles.
A través del delito se generaba una vinculación jurídica que relacionaba patrimonialmente al autor del hecho y a su víctima, como sujetos enlazados por los intereses contrapuestos del perjuicio causado y la reparación debida. Ubicar al delito en tal contexto, lo exponía al riesgo de quedar afectado a los modos ordinarios de extinción de cualquier crédito (C. C. art. 724), entre los cuales estaba admitida la renuncia del acreedor. Si una víctima o sus herederos renunciaban al crédito, tal decisión unilateral permitía al delincuente disfrutar la ilicitud cometida, sin ninguna forma de consecuencia o sanción.
Nos preguntamos si fue por un razonamiento o por un sentimiento que algunos hombres consideraron que esto no era justo. A partir de ese momento histórico cuya fecha cierta ignoramos, se produjo el tránsito del delito como fuente de las obligaciones a la noción de delito como hecho punible.
La denominación de crímenes públicos, asignada a esas formas de ilicitud que no quedaron más bajo el exclusivo dominio del Derecho Civil, abarcó un número cada vez mayor de conductas a las que no resultaba tolerable dejar impunes. Por eso, el crimen necesitó convertirse en un hecho punible, esto es, merecedor de la pena aún en los supuestos de que el acreedor renunciara a la sanción civil facultada por su crédito.
Este breve recorrido por el prontuario de nuestra indagada, nos demuestra que si bien no conocemos la fecha de su nacimiento, tiene una edad inocultablemente avanzada. Además, hemos podido percibir que su nacimiento estuvo acompañado de una determinada esperanza: debía acompañar al delito, porque los hombres pensaban o sentían que no debía quedar solo. La idea o sentimiento de impunidad integró, a partir de entonces, el catálogo de los males sociales.
Corresponde, pues, que examinemos si esta misión confiada a la pena estaba sustentada en un sentimiento o en una razón.
2. La peligrosa función de un sentimiento humano
Es posible que este histórico paso dado por el orden jurídico para que el delito se convirtiera en un hecho punible, sea tan sólo el resultado de un sentimiento humano. En efecto, sospechamos que la venganza haya sido la única motivación de la pena, al menos en las mocedades de esta vieja idea.
La venganza es una compulsión del ánimo de quien padece el dolor del delito, como si existiera una especie de canal invisible que pudiera desagotar el mal que se sufre, volcándolo hacia quien lo ha causado. Como todas las pasiones del alma, también suele hablar un lenguaje de comportamientos corporales que van desde la mera alteración de la armonía del rostro hasta los más complejos actos de quien estalla en una neurosis situacional. No ha de extrañar, entonces, que la venganza sea ignorante de preámbulos y ciega a los límites, de modo tal que su satisfacción será lograda aún cuando su arrolladora faena no distinga entre inocentes y culpables.
Siempre he pensado que el valor ético del Mal es mucho más complejo cuando a la maldad de una acción continúa la maldad del goce de sus frutos, Parecería como si la acción de disfrutarlos nos ofendiera aún más que la comisión del mal. La oculta razón de ese parecer tiene que ver con la no esclarecida sensación de impunidad, sobre la cual también puede distinguirse la conducta de los honestos y la de los malvados.
Pero si esto es cierto, y así lo creo, parecería que este segundo Mal queda expuesto, dialécticamente, a dos riesgos que pueden negarlo. En primer lugar, que quien tenga los frutos del Mal ya no sienta su goce porque el placer ha si do minado por la devastadora acción del arrepentimiento. En segundo lugar, porque en la víctima se haya dado un proceso similar, pero de dirección inversa, y el dolor de su padecimiento comience a generar la sed de su venganza. Creo, pues, que arrepentimiento y venganza son un hipotético trueque, y no el único, entre el criminal y la víctima.
Todo maniqueísmo es peligroso, pues resulta siempre tentador sucumbir a la simplificación de la complicada Realidad. Si, no obstante, limitáramos la cuestión que vengo examinado, a una mera relación dialéctica entre el Bien y el Mal, deberíamos advertirle al primero que se cuide, y mucho, de alentar cualquier sentimiento de venganza. En efecto, allí donde ésta logre satisfacer sus propósitos, el triunfo del Mal será inevitable, y por partida doble. En la víctima, porque ha abandonado al Bien al quedar seducida por el placer de hacer sufrir a otro. En el criminal, porque ya nunca más podrá arrepentirse, quedando definitivamente apartado de toda gracia o perdón.
Debemos estar prevenidos acerca de una concepción etnocentrista de la venganza, según la cual ella sólo habita en los hombres ignorantes y los pueblos primitivos. La Historia menuda de los hombres demuestra sentimientos vindicativos hasta en los lugares de mayor capacidad intelectual y prestigio cultural. La Historia grande de los pueblos es harto ilustrativa sobre los efectos devastadores de este sentimiento. En cualquier persona o en cualquier grupo humano, la venganza puede ser el fundamento de una decisión o comportamiento, si la voluntad aparece gobernada por un saber alógico. Es curioso que muchos contemporáneos sonrían cuando se les comenta la antigua costumbre de la ejecución en efigie del criminal prófugo, y que, en cambio, no adviertan que practican el mismo modo de pensar y sentir, cuando, por ejemplo, en alusión al. Fiscal del Crimen, lo llaman y lo juzgan como el “representante de la vindicta pública”.
Es fácil de advertir que este sentimiento vindicativo no se lleva bien con el saber reflexivo y que, por lo tanto, buscará sus razones en cualquier forma de irracionalidad discursiva. Las falsas creencias del pensamiento mágico que se modalizan en los principios del contagio y de la semejanza, descubiertos por Frazer, constituyen la doctrina represiva que ha permitido generar una dialéctica del crimen y del castigo, con vocación de infinitud y con sucesiva alteración de tales roles. En aquellas comunidades en que dos grupos adversos transmitieron a sus herederos el patrimonio de la venganza, a medida que transcurrió el tiempo resultó más difícil distinguir al criminal, a la víctima y al verdugo. Esta confusa identificación parece coincidir con la ausencia de una honesta administración de Justicia.
Un saber reflexivo no puede dejar de advertir lo que esta forma de irracionalidad no percibe. Cuando la pena se funda en la venganza de la estirpe se pone en marcha una demencial máquina de muerte, capaz de causar el exterminio de todos contra todos. El hecho ha sido objeto del severo juicio de Esquilo, cuando dijo ideas magistrales a través de bellas palabras: “…A cada nuevo crimen, el destino afila el hierro de la venganza en la piedra de otro crimen. Es ley: las gotas de sangre que cayeron en la tierra, reclaman otra sangre. El crimen da grandes voces y acude Erinis. En venganza de las primeras víctimas va amontonando calamidad sobre calamidad… De la flor de la soberbia sale luego, la espiga del Crimen; la mies que se cosecha, es mies de lágrimas”.
La voz del poeta ha trascendido las limitaciones de su vocación estética, y se ha convertido en una descripción realista y una predicción cívica. Han pasado muchos siglos desde que estas palabras fueron pronunciadas, pero en muchos países del mundo, la soberbia de la venganza ha convertido la vida cotidiana en un valle de lágrimas.
Esta consecuencia, además de cruel, resulta inútil. La venganza no tiene razones y, por lo tanto, no puede fundamentar una justificación de la pena. En esta descripción de sus carencias, cabe recordar la siguiente observación de Tissot. Decía el jurista francés que si la pena se basara en la venganza, aquélla sería imposible de lograr cuando el criminal matara también a los deudos. Se daría, así, el absurdo de lograr la impunidad de un crimen, aumentando el número de sus víctimas.
Si recordamos lo dicho acerca del objetivo que se asignó a la pena, cuando el delito dejó de ser una simple fuente de obligaciones civiles para transformarse en un hecho punible, comprenderemos que la venganza importaría una contradicción. Bastaría con que el ofendido no tuviera tal sentimiento, para que el hecho quedara impune. Al igual que en los primeros tiempos, la vida de la pena dependería de la voluntad del particular ofendido.
Las precedentes consideraciones demostrarían que la venganza no es el real sentido de la pena. Ni siquiera cuando el sentido vindicativo fuera compartido por toda una comunidad. Una reacción apasionada no sujeta a limitaciones institucionales, ni a justificaciones racionales, es un ultraje al derecho, tan grave como el delito mismo. A fin de cuentas no le lleva otra ventaja —como enseña como el delito mismo. A fin de cuentas no le lleva otra ventaja —como enseña Seneca— que la de ser segundo en el orden sucesivo de los males.
La venganza suele mover influencias y a veces, nos sorprende, exhibiendo credenciales teológicas. Sin embargo, seguirá siendo una simple pasión humana, no obstante pretender convencernos acerca de las indiscutibles razones de su pretendido mandante.
Tal fundamentación es antigua. Su refutación, también. No resulta razonable colocar en el mismo plano de reciprocidad a Dios y a los sentimientos de los hombres, y parece también ofensivo a su Bondad y a su Ciencia, asignarles el limitado campo de una tardía reacción, después de dejar a la víctima a la “buena de Dios”… Por otra parte, que Dios tuviera que instrumentar un Derecho Penal para castigar a los criminales, confundiría a tal punto sus Atributos, que desaparecería el sentido de su virtualidad.
Por lo tanto, nuestra acusada no debe ser responsabilizada por los males que ha causado la venganza, pues ha quedado demostrada su distinta identidad. Es más; debemos estar advertidos y saber que la pasión vindicativa no suele exhibirse desnuda, sino que pretende disfrazarse de pena y vestirse con sus razones. En esos casos suele ser más peligrosa, ya que, como nos ilustra Montaigne, el más implacable de los hombres suele ser aquel que se venga por principios.
3. La cruzada purificadora
Demostrada que la Pena no es la venganza, su diferente identidad debe estar expresada en algunos rasgos que le sean peculiares. Por aquello que decía Cervantes acerca de que las venganzas castigan, pero no quitan las culpas, no debe sorprendernos que algunos pretendan atribuir a los oficios de la Pena, la tarea de limpiarle de culpa, al criminal. Examinemos, pues, este nuevo cargo que se imputa a nuestra acusada.
Si se admitiera que el delito fuera un ente maligno, susceptible de tener un asiento en el espacio y en el tiempo, por ser localizable, existiría la posibilidad de apuntar y dispararle, con el fin de aniquilarlo. La pena sería la artillería destinada a cumplir esta misión ofensiva.
Entender al delito como blanco de la pena, tropieza con una dificultad insalvable: aquél es un episodio fugaz. Su consumación se encuentra confinada en el pasado, aspecto del tiempo que sólo puede ser objeto de memoria, pero que resulta inabordable para nuestra vocación de manipularlo. Por lo tanto, el delito no puede ser alcanzado en nuestro presente, único tiempo en que la acción es factible de realización. La pena no puede borrar al delito, pues -no puede retrotraerse a través de su transcurrir. Acaso cuando sea realizable la idea de Wells acerca de una máquina del tiempo, resulte posible, a la manera de las grabadoras actuales de video, volver a pasar al Crimen y borrarlo. Esa tarea, por ahora, no está al alcance de las posibilidades de la Pena.
Sin embargo, en la Historia de la Cultura, la tesis expiacionista ha intentado lograr sus objetivos, disfrazando con ropajes ideológicos su auténtica fabulación. Al no poder alcanzar al delito, la pena tuvo necesariamente que dirigirse a sus efectos. Por una ficción, entendió que el principal resultado del delito es la personalidad alterada de su autor, y, entonces, ha destinado su terapia pretendidamente cauterizadora al criminal. Este se ha convertido, en el ámbito humano que, a través de todo el tiempo de su vida, resulta habitado por el mal del Crimen. No resulta difícil descubrir ingredientes del discurrir alógico en esta concepción de un ser, definitivamente estigmatizado por un hacer que, más allá de ser fugaz, ocasional e irrepetible, lo contamina y mancha a perpetuidad.
Un personaje de Agatha Christie, partiendo de estimar que lo más importante de un crimen es su autor, llegaba a la conclusión de que la mejor categoría de los primeros, eran los crímenes “perfectos”, pues ellos producían la excelencia de los segundos: los delincuentes impunes. Por el camino inverso del excéntrico personaje que homenajeaba al detective, invitándolo a una fiesta en la que le exhibiría su colección de delincuentes ignorados por la Justicia, la tesis expiacionista comparte la misma forma de pensar. En efecto, también sostiene la íntima vinculación ontológica entre la persona y su acto, y a través de tal puente hace transitar la pena, desde el criminal que la padece hasta el acto que purifica. Sólo un pensar alógico puede creer que existe tal relación de casualidad.
Sin embargo, el delincuente ha sobrevivido a la conducta criminal, del mismo modo que al resto de sus actos. No se comprende porque su padecimiento pueda ser un hilo conductor hacia el pasado, ni porqué uno de los tantos actos deba ser el definidor de su actual personalidad.
La tesis expiacionista parece suponer que golpeando al sujeto presente, se podrá llegar al crimen no localizado, el que sucumbirá por efecto de la pena. En esta creencia irracional se suele educar a más de un combatiente moral. Ma37 durados sus prejuicios, luego se lo puede encontrar integrando aquellas formas de cruzadas purificadoras, que blanden la pena y el tormento como instrumentos morales.
Es posible que esta manera de pensar se encuentre bastante difundida, como lo prueba la aceptación del refrán “muerto el perro, se acaba la rabia”, por quienes piden al Derecho una función altamente patibularia. Si la pena estuviera al servicio de tal disparate conceptual, llegaría a las mismas desastrosas consecuencias que, en el orden biológico producirla el mentado refrán. En efecto, habría que destruir toda la vida para evitar las enfermedades, pues como enseñó Aristóteles, éstas son tan naturales como la salud. Para utilizar una expresión del mismo lenguaje cotidiano, esta posición expiacionista es uno de los tantos casos en que un remedio es peor que la enfermedad.
Me parece percibir gran afinidad entre este modo de pensar y el sentimiento vindicativo, pues la ceguera de la venganza y la falsa postulación del mal ontológico, constituyen las bases para esta metodología penal del dolor.
4. La Pena como reflejo del crimen
Tanto la venganza como la expiación son temporalmente posteriores al delito, pero tal suceder cronológico no significa que deban ser admitidas como razonables efectos. El examen crítico de la cuestión no puede aceptar la falta de razones que exhibe la pasión vindicativa, ni tampoco las fantasías purificadoras de la reparación expiacionista.
La cuestión debe ser tratada teniendo presente que la pena debe ser una consecuencia del crimen porque la razón objetiva y universal fundamente, sin ninguna especie de desvarío subjetivista, tal vinculación. No se trata de una relación naturalmente necesaria, sino de un lazo racionalmente necesario, postulado por el saber especulativo. Este modo del saber, también llamado reflexivo, nos señala por su etimología la existencia de un útil que desde que fuera inventado por los hombres, los ha cautivado no sólo por su valor instrumental, sino porque se presenta como una fuente de sugerencias, metáforas y misterios. Me refiero al espejo y a su función como instrumento de conocimiento de la propia imagen.
La Pena también ha sido alcanzada por la comparación con esa fuente de imágenes, y desde tal perspectiva, aquélla no sería otra cosa que el reflejo del crimen. Tal aproximación conceptual a su esencia, nos permitiría diferenciarla de la venganza y de la expiación, pues sólo sería pena la consecuencia que más se parezca al crimen que la ha precedido.
Se trataría, entonces, de una consecuencia similar que aspira, sin poderlo conseguir, a su equivalencia matemática. En efecto, así como el espejo no puede 38 reflejar nada si no se le pone un objeto o una persona por delante, la pena está racionalmente vacía si no se le adelanta el criminal con su obra. Tal dependencia especular puede leerse en los sistemas penales no autoritarios cuando expresan su fundamento a través del apotegma “nulla poena sine crimen…”
Esta dependiente relación de la pena con su provocación, la determina en su configuración retributiva, de modo tal que no sólo sea un después del crimen, sino su imagen reflexiva, aquélla que logre la más fiel reproducción del original.
Nuestra acusada ha comenzado a mostrar su identificación racional. La tesis retribucionista nos ha revelado su fama doctrinaria, caracterizándola como un hecho posterior al delito, como su más eficiente reproducción, y, como consecuencia de tales connotaciones, su carencia de sentido instrumental. En efecto, la pena no es un medio que se hubiera inventado para perseguir alguna meta ajena a si misma, sino que ella es autosuficiente, esto es, dotada de una absoluta necesidad racional.
Ser un reflejo del crimen es un anhelo difícil de lograr. Su desideratum se expresa en la fórmula del talión, en cuya construcción percibimos el modo operativo de un trueque de dolores: “ojo por ojo… diente por diente”. Para que una permuta parezca razonable, los bienes que son objetos del cambio deben tener una equivalencia objetiva. Parecería que en esta relación y en tal igualdad, los hombres reconocieran la presencia de lo justo.
Claro está que una relación de igualdad sólo se puede dar entre dos términos, lo que presupone que son distintos. Esta diferencia no podrá ser obviada nunca por la pena, pues siempre los intentos retribucionistas tropezarán con una inevitable dificultad. El criminal sólo tiene dos ojos, aún en los supuestos que haya quitado un número mayor a sus numerosas víctimas. El múltiple homicida tiene sólo una vida para permutar con los deudos de sus muertos…
La fórmula talional sólo es parcialmente racional. Tiene sobre la venganza la ventaja de poner un límite, lo que siempre es valorado como una seguridad para nuestro espíritu. La consecuencia del crimen no puede ser ilimitada, sino que está condicionada por la naturaleza y cantidad de la ofensa. Una pena que excediera esta frontera de la proporcionalidad, nos produciría temor, el mismo que asusta a los niños cuando en las ferias de diversiones, ven la imagen monstruosa que reflejan los espejos que no respetan la equivalencia óptica. Mas, una concepción retribucionista ortodoxa debe señalar que la distorsión se percibe tanto en los casos en que la pena excede al delito, como en aquellos otros en las que el crimen mayor sólo provoca una mínima imagen.
La pena como reflejo, no obstante la vocación talional, puede pecar por exceso y, también, por defecto. Pero, además se presentan otras dificultades, y su consideración debilita los fundamentos racionales de esta teoría. Por ser un reflejo la pena se nos presenta como si se tratara de un crimen inverso, a la manera de un rebote institucional Que se vuelve contra el ofensor que ha violado el orden jurídico. En esto consiste —según Hegel— la positividad jurídica, pues por el dialéctico itinerario de la doble negación, el Derecho explicita su razón de ser. El delincuente al negar el orden legal ha sido tan sólo un momento, —si bien necesario, fugaz— de la trayectoria inevitable. Dentro de sí lleva, como hecho punible, su propia negación. La pena es la síntesis armoniosa de esta aventura especulativa.
Pero, bien sabemos que el espejo nos devuelve la misma figura en su apariencia formal, pues el reflejo tiene un orden invertido en la exposición de sus elementos. Todos conocemos la experiencia de colocar un libro abierto para que se refleje, y comprobar que en cristal aparece el texto escrito con las palabras puestas de contramano. Tenemos en esa experiencia la sensación de que no es el mismo libro, que un reflejo es sólo una apariencia y que, este útil tan difundido y no superado aún, juega con nosotros una aceptada falsificación de la realidad.
Si retomamos la consideración del problema, percibiremos que la pena no nos refleja el crimen, pues ha trastocado los reales protagonistas. La víctima, ahora, es el penado —lo que parecerá admisible como resultado de la inversión causada por este modo de reflejar lo ocurrido—, pero la contraofensiva no la emprende el damnificado —como ocurría en la venganza— sino el Verdugo. Ha ocurrido un cambio que no se limita a ser una mera modificación en el orden y orientación del delito y su consecuencia penal, sino que va más allá de este efecto reflexivo.
Es evidente, entonces, que la retribución tiene que explicarnos, aún por que el Estado sustituye al ofendido, y por qué, sin estar afectado por las explicables emociones de la pasión vindicativa, su sereno ánimo elige la retribución del mal a través de otro mal.
En este punto de la cuestión, los retribucionistas debieran atender al mensaje evangélico, ya que la prédica de Jesús precisamente se ubica en esta delicada cuestión. Y, tenemos que reconocer, que si la pena tuviera como única justificación racional la que le ofrece el retribucionismo, no podría resistir la contundente argumentación que predica el amor al prójimo. Esta doctrina demuestra, al menos, que no existe una necesidad racional entre la ofensa y el castigo, pues resulta posible —y además, parece ser un imperativo ético— no sólo reemplazar el castigo por el perdón, sino que aún la víctima debiera ofrecer su otra mejilla al ofensor.
Seguramente, estas objeciones éticas habrán conmovido la memoria de quien está sentada, frente a nosotros, en este Tribunal de los justos. Habrá recordado cuantas veces su pasado tomó el camino de la represión, cuando era factible intentar la tolerancia, la comprensión y el perdón. Pero, más allá de lo anecdótico, están ante nuestra consideración crítica las deficiencias insalvables que presenta el retribucionismo. En suma, ha pretendido demostrarnos a través de la necesidad racional, la esencia de la Pena. Sin embargo, el argumento evangélico demuestra que no existe, ni es deseable, una relación forzosa entre el crimen y el castigo. Por otra parte, la ventaja de haber introducido un límite talional no impide que la pena sufra, por otras razones, limitaciones no impuestas por el daño causado, de tal manera que la retribución no logre, sea por defecto, sea por exceso, su función proporcional.
Desde otro punto de vista, el retribucionismo también puede ser objetado En muchas legislaciones, el principio de mínima suficiencia ha sido el fundamento del sistema penal, de modo tal que en los supuestos de concurrencia de penas, el retribuir al delito ha debido ceder a la noción de límite legal (conf. art. 55 del CP argentino) o al desplazamiento de una pena menor por la mayor (CP art. 54), o por la más grave (CP 56). ‘En una construcción ortodoxamente retribucionista resultaría inexplicable que la pena deba dejar de ser ejecutada, resulte alterada, por imperio de una ley posterior más benigna, y, sin embargo, ese es el efecto ordenado por el art. 29 del citado código. Nos llama la atención que, no obstante haberse elegido el método dogmático, un buen número de investigaciones hechas en nuestro país, postulen la fundamentación retribucionista. Tal posición no se infiere del derecho positivo y vigente, por lo cual resulta falseada al ser verificada por los datos que deben servirle de sustento.
5. La Pena como advertencia
En esta indagación acerca de las razones que puede exhibir nuestra acusa- da, hemos visto fracasar una tras otra, sus posibles fundamentaciones. Esta sucesión de intentos fallidos, nos muestra el error de haber elegido como punto de partida, un lugar común. Es sabido que los hombres tenemos la tendencia a considerar evidente, real e indiscutible lo que es captado por nuestros sentidos. Se trata de una tendencia sensualista de nuestra comprensión, la que puede llevarnos a admitir como existente, tan sólo aquello que se muestra.
En el tema que nos ocupa, con frecuencia percibimos la existencia de la pena, a través de los padecimientos del penado. Eso nos conduce a suponer, y en esto reside el error, que la pena comienza a tener vida a partir de su ejecución. En suma, por efectos de una disfuncional percepción sensualista, no hemos advertido que la pena existe en un tiempo anterior.
Tal error se percibe en las tres explicaciones precedentes. La venganza, la expiación y la retribución parten del supuesto de llamar pena, a una consecuencia del crimen. En las tres se advierte que la pena es un castigo del delito, y tal función sólo puede ser percibida como un tiempo ulterior a la ofensa.
Sin embargo, la pena ni es posterior en el tiempo, ni lo es en el plano racional. Si hemos percibido que por una evolución cultural, el delito dejó de ser una fuente de obligaciones, para convertirse en un hecho punible, resulta manifiesto que la pena es anterior a la ofensa.
No se trata de entender a la pena como un castigo, ni creer que ella nace con la acción del verdugo. Para que el delito sea efectivamente un hecho punible, esta consecuencia jurídica —la penalidad de un hecho futuro— debe estar prevista de antemano. Por eso, la identidad real de nuestra acusada no puede ser buscada exclusivamente en instancias patibularias, sino en el seno mismo de la ley. Es evidente que la pena de la cual habla eI apotegma “nulla poena sine crimen…” es un hecho posterior al delito que castiga, pero la fórmula completa, también dice “nulla poena, nullum crimen sine lege…”.
Es en el plano de la ley que el Estado genera tanto la previsión de la pena, como la descripción de los delitos que la merecen. Desde el punto de vista de su origen, la simultaneidad de su aparición legal no debe hacernos confundir, pues el delito es una conducta prohibida a través del rasgo de su punibilidad. Por lo tanto, mientras la descripción hecha por el legislador a través de los tipos, es meramente informativa, la previsión de sus penas da al lenguaje del legislador, un indudable tono amenazador.
La pena aparece así como un mensaje destinado a todos los habitantes, cuyo contenido tiene la funcionalidad de las promesas. estas hablan sobre cosas del futuro, pero viven en el presente. Por aquello de que los hombres necesitan contar con seguridad a largo plazo —según la aguda observación de Linton— las promesas pueden transformar el presente del hombre, según se refieran a futuros premios o futuros castigos.
Nuestra acusada, al parecer, tiene un origen insospechado para quienes la percibían en un tiempo ulterior a la ofensa. Toda pena es hija de la ley, por lo cual no sólo debe ser previa al hecho, sino que debe ser una alternativa clara y comprensible para la inteligencia, así como una instancia desventajosa para cualquier voluntad libre.
Por lo tanto, la pena viene a cumplir una noble misión en aquellos casos en los que la prédica religiosa o la conciencia ética fracasen. En el mensaje de la ley existe la amenaza de padecer en el futuro, los desagradables efectos de un disvalor. Ver a la pena solamente en el acto del padecimiento, es un error de percepción que cercena caprichosamente su real dimensión.
La pena, pues, no es otra cosa que un instrumento político que intenta proteger los bienes jurídicos. No quiere ser el reflejo, ni la expiación de los crímenes, sino que pretende algo más importante: quiere evitarlos. Confía en que su mensaje sea lo suficientemente disuasivo, para que, por temor a sus efectos, el delincuente virtual no ofenda los derechos de la víctima.
Esta caracterización instrumental demuestra que la pena, necesariamente, debe prometer un mal. No se trata de caracterizarla como una especie de prepotencia institucionalizada, mediante la cual se quiera implantar el terror. Si éste fuera el resultado que genera su aplicación, no debe serle atribuido a su necesidad racional, sino a la inexistencia de un Estado de Derecho o a la morbosa personalidad autoritaria de sus ocasionales funcionarios.
Existe una marcada diferencia entre intimidar y disuadir. Tanto el hampón como el funcionario pueden causarnos temor, pero ese no es el miedo que instrumenta la pena. Para que se pueda hablar justificadamente de un sistema jurídico – penal, es necesario que su aplicación produzca en los habitantes la simbiosis de una reacción compleja, en la que tanto sientan un principio de miedo, como la acción compensadora de una confiada seguridad. Habrá pena allí donde los habitantes sepan que sólo los delitos son hechos punibles, lo que importa tanto sentir temor porque el Estado puede penarlo, como seguridad de que no habrá de desamparar a los inocentes.
Es evidente que ni el hampón, ni el funcionario autoritario pueden cumplir esa función disuasiva, pues sólo se quedan en el plazo de la mera intimidación. Precisamente, a través de la pena podemos leer todo el discurso ético y político de un pueblo, pues allí donde es cierta, los delitos son efectivamente punibles, y donde es disuasiva, el Derecho ampara tanto a las víctimas como a los inocentes.
Al advertir que por un error de perspectiva habíamos ubicado a la pena como un momento ulterior al delito, estamos en condiciones de responder a la primera pregunta que nos habíamos planteado: ¿por qué razón, al sufrimiento de una persona, deba seguir el padecimiento de otra?. Si la pena es, como pensamos, una amenaza legal destinada a evitar los delitos, está a la vista que no es necesariamente un padecimiento que se suma a otro. Muy por el contrario, es una tentativa del Estado destinada a evitar el dolor de la víctima, por la ligera molestia de una amenaza que debemos soportar y compartir entre todos. La pena comienza, pues, por ser general, objetiva e impersonal. Este consumo democrático de la amenaza, no irrita ni nuestra vocación de igualdad, ni nuestro sentido hedónico.
La pena, por lo tanto es un bien. Hemos reconocido su virtud oculta por tanta difamación y confusión. Ni siquiera es el castigo que nuestra percepción 43, observa, pues siendo general a través de la ley, su función disuasiva no requiere el castigo, y cuando éste deba imponerse a los disuadidos, esta situación minoritaria y excepcional no debe ser sobrevalorada a punto tal, que nos impida descubrir su otra dimensión.
Es posible que en nuestro Tribunal alguien reitere una falaz acusación; ¿si el objetivo de la pena es la disuasión, porqué debe castigarse al que no fue disuadido?. La respuesta está precisamente en el carácter legal de la pena, la que intenta disuadir a la generalidad mediante la promesa de una acción disvaliosa futura. Esta función requiere ser verosímil para producir efectos, y sólo la certeza del sistema penal puede convencer a los destinatarios de la ley, que ésta no es un simple papel con palabras declamatorias. El no disuadido debe padecer la pena para que los restantes miembros de la comunidad sepan que el delito está prohibido y que no se toleran infracciones. Si la pena no se aplicase al delincuente, su delito dejaría de ser un hecho punible, y el Estado dejaría de ejercer el poder de protección sobre las víctimas.
Pero la pena, también debe tener poder disuasivo para el que la padece. A través de su ejecución, debe comprender que el disfrute del delito tiene que ser compartido con el padecimiento de aquélla, de modo tal que en el futuro no aliente esperanzas de un goce impune.
Esta consideración acerca de los dos aspectos de la pena (la amenaza de un disvalor dirigida desde la ley a todos los habitantes, y el padecimiento de tal disvalor por el infractor judicialmente declarado responsable) nos demuestra el sentido preventivo de la pena. En primer lugar, una prevención general destinada a disuadir a los posibles delincuentes, y de tal modo proteger a las víctimas. En segundo lugar, la defensa de la certeza del sistema, la que producirá efectos complementarios para la prevención, tanto general, como especial.
El razonamiento nos ha llevado a encontrar la respuesta al restante problema: ¿por qué esa suma de dos males no es un mal mayor, sino un bien? Ha quedado demostrado que en la mayoría de los casos, la pena al lograr su meta disuasiva, no requiere la suma de los males, sino que precisamente los evita. Este es el valor de la pena, que para lograrlo debe, en los contados casos en que fracase su función preventiva, ser coherente con su decisión política. No es por la pena que la víctima sufrió el mal del delito, y por eso aplica al delincuente el mal amenazado, pues si no lo hiciera aumentaría el número de las víctimas. La rebeldía del infractor puede seguramente ser comprendida y tratada del mejor modo posible, pero no a costa de que, por su impunidad, se quite el amparo al resto de los habitantes.
Por tal razón, ciertas especies de pena pueden permitirle desarrollar actividades complementarias que aumenten el sentido valioso de su propia acción. Precisamente la prevención especial puede resultar compatible con formas similares a la acción educativa institucionalizada, y por el aprendizaje transformar la personalidad del penado. En tales casos, la pena puede compatibilizar los distintos intereses en pugna, de modo tal que el penado pueda progresivamente reintegrarse al pleno ejercicio de sus derechos y a gozar la total protección del Estado. Creo que estas redefiniciones resultan razonables desde esta última perspectiva de análisis. En cambio, parecen incompatibles con las posiciones adoptadas por la venganza, la expiación o la retribución talional.
6. Conclusión
Nuestra acusada ha logrado evitar el descubrimiento de su edad real, y no se le han podido probar los cargos que la llevaron al banquillo de los acusados. A través de nuestra indagación ha podido demostrar que muchos excesos que se le atribuyen no fueron causados por ella, ya que hemos podido descubrir que ni está animada por sentimientos vindicativos, ni persigue metas expiacionistas. Incluso no obstante su vinculación familiar con las connotaciones racionales de toda equivalencia tahona!, tampoco se la puede identificar como una simple retribución de la ofensa.
La pena aparece como un instrumento jurídico en dos tiempos. Un primer momento, legal; uno segundo, ejecutivo. Entre ambos, la interferencia institucional del debido proceso. En el primero es amenaza con ambiciones disuasivas, en el segundo cumplimiento del disvalor prometido, porque en la coherencia de sus tiempos se podrá descubrir la certeza del sistema.
Nuestra indagada ha superado las sospechas y los cargos, pues ha mostrado el valor real de sus intenciones. El amor a la víctima es la gloria de la pena.
Como suele ocurrir en los procesos reales, es posible que nos quede la convicción de que la pena es algo más que lo que nos muestra la prueba. Acaso sea cierta la referencia del dramaturgo, y esta vieja dama, efectivamente, devore hombres. Pero, para saberlo deberíamos frecuentarla en su intimidad, más allá del trato nominalista de una simple teoría. La pena se parece, un poco, a la mujer fatal que, rodeada de prevenciones y misterios, se la contempla y difama a la distancia. Tanto en un caso como en el otro, resulta riesgoso merecer sus favores, pues para lograrlos corremos el peligro de nuestra definitiva perdición.