El nombre del Club del Progreso se encuentra asociado, por cierto de modo casual, al origen de uno de los más prolongados debates que se han librado a propósito de la independencia o dependencia del Ministerio Público Fiscal, cuestión relevante para el verdadero imperio de la supremacía constitucional en un Estado de Derecho.
Los argumentos que expusieron quienes estimaban que los Fiscales dependían del Poder Ejecutivo se alineaban en torno a la llamada “tesis González”. Los que sostenían lo contrario, en base a claras normas constitucionales y legales, consideraban que eran funcionarios judiciales y que el Poder Ejecutivo no podía darle órdenes a menos de violar una expresa prohibición de la C.N. (actual art.109).
En esta dura disputa jurídica, que se prolonga por más de cien años y que, como hubiera dicho Bielsa, dejó muertos, heridos y contusos, no faltaron trapisondas políticas, ni razonamientos falaces. Vale recordar el episodio que le dio origen, dotado de alto valor pedagógico para nuestra educación cívica.
En diciembre de 1899 un ministro del Poder Ejecutivo ordenó a un Fiscal de primera instancia que realizara las diligencias necesarias para que se lograra el allanamiento de la sede del Club del Progreso y se detuviera a algunos contertulios que estaban jugando al bacará, por practicar juego clandestino.
El Fiscal sospechó que algún interés distinto al debido castigo de las contravenciones, motivaba esta poco habitual preocupación de un Ministro del Poder Ejecutivo, pues los posibles infractores estaban ya identificados y, precisamente, eran opositores políticos del gobierno. Supuso que se pretendía utilizar al Ministerio Público Fiscal como un instrumento alejado de aquél que sabiamente el codificador Obarrio había establecido en el art. 118 del por entonces reciente Código de Procedimientos en materia penal, según el cual correspondía a los Fiscales el estricto contralor de la legalidad.
El agente fiscal, como se lo llamaba y como ahora impropiamente se lo ha vuelto a caracterizar, se negó a cumplir tal orden. Entonces, el ministro Joaquín V. González, que de él se trataba, mediante una resolución ministerial le aplicó una dura sanción: tres meses de suspensión en el ejercicio del cargo. Esta sanción, por cierto sin sumario previo, es lo que erróneamente se llamó y se sigue repitiendo tesis González.No se trataba de una tesis elaborada en su gabinete de estudioso por el gran constitucionalista, sino de un acto de gobierno pensado y ejecutado en la órbita de su actividad ministerial y que no presenta argumentos que puedan servir de base a una doctrina, pues se limitan a imponer una sanción.
Lo que González, seguramente cegado por una intrascendente disputa partidista no llegó a vislumbrar es que, contrariando toda su cosmovisión de constitucionalista, había elaborado un peligroso instrumento para las libertades públicas y para el equilibrio de los poderes del Estado de Derecho, doblemente peligroso porque además venía rodeado del prestigio jurídico que bien había ganado su autor.
González creyó someter la insubordinación de un funcionario dependiente, y no vio o no se imaginó que ese Fiscal era además un hombre libre. Y lo que menos pudo suponer que ese enfrentamiento lo iba a dejar sólo con su error. En efecto, el Fiscal recurrió a su superior y el destino quiso que el Fiscal de Cámara fuera no sólo un hombre independiente sino uno de los pocos juristas argentinos versado tanto en Derecho Civil, como Derecho Comercial y Derecho Penal: el doctor Lisandro Segovia.
Segovia planteó el problema a la entonces Cámara en lo Criminal, Correccional y Comercial de la Capital Federal, y éste tribunal de apelación resolvió mediante una célebre acordada- que lleva esta sugestiva fecha: 30 de diciembre de 1899- que el Poder Ejecutivo podía nombrar y remover a los Fiscales, pero no darles órdenes pues se trata de funcionarios judiciales. Y como si fuera poco, al alto y diligente Tribunal no lo demoró la inminente feria judicial de enero para ejecutar lo resuelto, pues también acordó entrevistar, en el mismo día, al Presidente de la Nación, a fin de evitar un posible conflicto de Poderes (conf. Revista La Ley, tomo 12, páginas 505/506,en nota a pie de página).
Consta en los diarios de la época que la sanción fue dejada sin efecto por el Presidente de la Nación, general Roca. Se trataba de un tipo de decisión que no le era habitual, a punto tal que solía ironizar con su propio apellido, para explicar su habitual fortaleza de ánimo, poco proclive a las rectificaciones.
Esta anécdota es rica en enseñanzas. Nos previene sobre los peligros que para la reflexión jurídica suele traer una doctrina afincada en los requerimientos del partidismo político, así como el valor que para el Estado de Derecho tienen tanto la independencia de los integrantes del Ministerio Público, como la notable comprensión y reacción que tuvieron los Camaristas ante tal tipo de presión ministerial. Pero, también nos ilustra acerca de la conducta ejemplar de un Presidente de la Nación que no defendió el desacierto de un ministro, que como se podrá apreciar quedó cuatro veces desaírado.
Un caso reciente ha provocado alarma porque nuevamente se pretende politizar la labor de un Fiscal, lo que no sólo demostraría la persistencia de la peor doctrina, sino su paradojal anacronismo en tiempos en que, a diferencia de los del Ministro Joaquín V. González, la independencia del Ministerio Público tiene rango constitucional. (CN. Art.120).